Quizás por eso solo nos queda aprender a dejarnos llevar.
Todo el mundo se empeña en enseñarnos cómo planificarlo todo. Cómo hacer que las cosas queden totalmente cuadradas, esquematizadas. A que todo siga un patrón inquebrantable... pero eso solo funciona con comentarios de texto, problemas matemáticos o análisis sintácticos, en realidad.
¿De qué te sirven los patrones luego, en el día a día? Quizás te ayuden, a veces. Pero, ¿cómo se aplican a un corazón roto? ¿Y a una sorpresa? ¿Y a la mala suerte?
Nada de eso se planifica. Nunca sabes a quién puedes encontrarte al girar la esquina porque, aunque estés seguro de que alguien te espera ahí, quizás se ha retrasado un cuarto de hora porque el agua caliente de la ducha ha tardado en salir. O, quizás, porque se ha encontrado a algún amigo que no veía desde hace mucho tiempo de camino a esa esquina. A la que tienes delante. Y, entonces, cuando vas decidido a saludarle con dos besos, con un apretón de manos o con un abrazo... giras vuestra esquina y...
Y nada. No hay nada. Estás tú. No hay nada ni nadie más. No está lo que tú esperabas. ¿Te sirve de algo algún patrón? ¿Te sirvió de algo pensar qué pasaría?
Y nada. No hay nada. Estás tú. No hay nada ni nadie más. No está lo que tú esperabas. ¿Te sirve de algo algún patrón? ¿Te sirvió de algo pensar qué pasaría?
No.
Quizás el patrón de todo esto es no seguir ninguno. Ni siquiera pensar qué podría pasar.
¿No te has fijado? A veces, pensar lo que pasará después es como tentar al destino. Retarlo, haciéndole ver que sabes su próximo movimiento, lo que tiene preparado para ti. Y ahí es cuando estás perdido. El destino es demasiado caprichoso, demasiado orgulloso. No dejará que te anticipes a sus movimientos, a sus jugadas.
Ten por seguro que pasará cualquier cosa, algo en lo que no habrás pensado. Pero nunca, nunca ocurrirá exactamente lo que esperaste.
Tal vez por eso, muchas veces, tenemos que pensar si sigue siendo bueno eso de soñar despiertos, de imaginarnos un cómo sería.
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