A veces, solo es cuestión de segundos. De repente, algo te viene a la cabeza. Algo que lleves tiempo sin ver, sin sentir, sin recordar. O, a veces, es algo de tu vida diaria, algo cotidiano. Algo que te hace feliz y que, en este momento, no tienes. Solo en este momento.
Y es que solo necesitas un: Tranquila, estoy aquí. Y el corazón se dispara. Vuela. Vuelve a soñar. Recuerda la felicidad que había olvidado al sentir esa angustia, esa agonía por haber creído que perdías algo. Algo demasiado importante.
Incluso hay veces que son cosas que creías triviales. Olvidadas, superadas. Incluso pensabas que pudieras haberte acostumbrado a ellas. Cosas innecesarias en cierta medida.
Pero no. De repente, vuelven. Vuelven a ti para recordarte que nada es insignificante, en realidad. Que nada se puede dar por olvidado o superado.
No, no quiero dar de lado a aquellos que alguna vez me regalaron una sonrisa. A aquellos que me hicieron feliz alguna vez. No quiero olvidarlos. Solo quiero recordarlos cuando todo era maravilloso. Cuando no había ninguna piedra en el camino.
¿Sabes? Muchas veces echo de menos a personas justo cuando me dicen adiós. Cuando se dan la vuelta para ir por su camino. Y, a veces, incluso cuando dicen hasta mañana. En realidad, una parte de ti se va con ellos.
Los empiezas a echar de menos.
De una forma u otra, más fuerte o más poco evidente, más intenso o más llevadero.
Sí, echo de menos cualquier conversación. Cualquier chiste. Echo de menos tu manera de sonreír, acompañando a la curva de tus labios con tus ojos. Echo de menos el eco de tu voz cuando apenas es perceptible. Tu sutileza. Tu manera de cambiar de conversación, de hacer como que no escuchas. Echo de menos tus frases a medio terminar. Tus melodías tarareadas. Tu guiño indeciso. Tu paso, tu estilo. Sí, tu estilo.
Echo de menos sentir la fuerza de escribir todo esto sin pestañear. Segura de mis palabras. Echo de menos cuando no resultaba tan difícil.
Te echo de menos... y ni siquiera creo que lo vayas a entender.