Mira que lo intenté.
Que lo intento y lo intento.
Me hacen daño las burbujas de tu efervescencia. Llegas, te zambulles, más bien te dejas caer de cabeza porque no hay nada más allá. Y empieza la reacción.
Todo se llena de burbujas, grandes, pequeñas y retorcidas. Te prometo que las primeras veces me hicieron cosquillas, me hicieron hasta reír. Después, sin haberlo del todo buscado, empezaron a ser como una caricia, como cientos de caricias. Y me dejé ir. Me olvidé de mí. Eran tan lindas que dejé de existir para mí.
Y ahora.
Ahora me hacen daño. Me empujan y me aprisionan contra unas paredes que son invisibles. Unas paredes que he dibujado con metacrilatos. Muy finos. Son dañinas, no controlan su fuerza. Y te juro que creo que, en realidad, no la quieren controlar. Me hace daño saber que seguramente ni sepan quién soy.
Dile a tu efervescencia que me enamoré de ella. Que igual rodearía el mundo con hilos verdes siete veces si me lo pidiera. Dile que ha hecho florecer en mí las margaritas más pequeñas y más tiernas que jamás nadie ha podido ver. Dile también que me está matando de amor. Pero yo no quiero morir. Al menos no quiero morir así.
Así que dile que estas aguas se van a calmar a otros ríos. Dile que, si ella quisiera y si ella lo viera, le pondría nombre y apellido a cada burbuja. Y las llenaría de margaritas. Pero hay algo en ella que me dice que es imposible. Que es tan incontrolable como imperturbable. Y que solo existe si camina sola.
Así que, sí, dile, amor de mis días, que casi me dejé matar de amor.