Estuve en una casa, muy estrecha y muy alta. Recuerdo las escaleras llenas de personas, igual de personas que yo, y recuerdo repetirme diciéndome en mi cabeza lo fácil que sería tropezar y caer, con el hueco tan pequeño que quedaba en cada peldaño, apenas cabía la mitad de un pie. Pero ahí nadie se caía. Con las pupilas dilatadas nadie quiere tropezarse. No sirvió de nada subir un millón de escaleras porque no disfruté el camino de vuelta.
De repente había manos que me presionaban las piernas entre los barrotes, rendijas rojas y amarillas por donde caía ceniza. Había luz y no había luz. Se me movían los dedos y a veces las piernas. No puedo hablar si no tengo voz, hablé solo cuando me hablaron las bocas secas. "¿De qué puedo mentirte ahora?" Regalé un cigarro que no me iba a fumar, me equivoqué en la respuesta a una pregunta sobre mí. Miré fijamente la pared y me pensé cien veces. No quería moverme de allí.
La música era un bucle irrefrenable y mi consciencia iba de allí para allá, bailaba más que mi cadera y yo no me quería morir. ¿Por qué no paraba, ni la música ni mi cabeza?
No estaba sola, ¿verdad? Alguien tiene que acordarse de eso, al menos. Yo no estaba sola aunque agarrara la barandilla de una escalera privada como si eso evitara que fuera a levitar en cualquier momento. Ya estaba caminando sobre aire, estaba pisoteando a una banda de la que filtraba la música por los pies.
¿Por qué me enfadan las cosas obvias?
¿Por qué sigo usando cinta adhesiva pasada de fecha?
Siempre se desprenden las caras que coloco en el lugar donde siempre miro.
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