He sentido la melancolía en mis venas, corriendo por mis venas.
Has vuelto a por mí, y yo, y yo sin darme cuenta, sin ni siquiera darme cuenta.
Dime qué tengo que hacer para perforar la capa de piedra que ahora te envuelve. Dime qué tengo que hacer para volver a rozar el diamante que siempre has sido. Dime si puedo chocar de nuevo con el viento que dejas cuando te vas y caer sentada sobre las ondas del sonido de tu risa de vuelta a casa. Dime qué soy yo sin ti, qué no soy yo contigo.
He recorrido los valles que un día maldijiste y, sin embargo, aquí sigo. Me arrepiento de tantas cosas que prefiero no acordarme, dejarlas en suspense acompañadas de un tuvieron que pasar. Sigo tan confusa como el primer día que probé la magia de tus ojos, el primer día que pensé ser una idiota sin vuelta atrás. El primer día que empecé a caminar descalza y pisando charcos. ¿Qué importa?, si tú ya estabas ahí.
Y, ¿sabes qué? Los charcos son lo peor en los días de lluvia: coches que salpican, baldosas que rebosan en contacto con cualquier pie, barro en tus pantalones. ¿Lo peor? ¿Son los charcos lo peor para una niña disfrutando de su vida? Pisar fuerte, salpicar, que el charco que se queje, que se entere el mundo y la lluvia y las nubes y los truenos, que nadie la mueve de allí. Que esa siempre fue su calle, su ciudad, su mundo, y que si el precio que tiene vivir es pisar charcos para que se enteren de que ese no es su lugar, así vivirá esa niña. Vivirá con una sonrisa. Comiéndose el mundo a bocados de adulto. Pisando charcos sin pensar de dónde vinieron.
Creo que aún me debes una parte de mí, aunque puedes quedártela; así, si alguna vez pierdo la que me queda, puedes echarme un cable. ¿Lo harías? Pase lo que pase, ¿verdad?
Ese es el trato. Siempre lo fue, aunque no lo comprendieras aquel primer día.
Creo... creo que no me entiendo. ¿Cómo podrías entenderme tú?
Melancolía.
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