Hay días que me pesan las cicatrices. Y entonces las miro y luego soy incapaz de mantenerles la mirada más de un par de segundos. Me zarandean la cabeza hacia todos lados con sus manos invisibles. Y yo me siento como una pluma que no puede más que dejarse llevar por los vientos de tormenta.
Han creado en mí unas sombras negras que a veces cavan agujeritos por toda mi espalda y parte de mi pecho. Y al respirar, el aire se cuela por ellos como si fueran surcos que los volcanes de los días han ido construyendo a través de mis músculos y mis venas.
Hay días que solo existen las cicatrices. Y gritan tanto que se transforman en rayos punzantes. Me recorren los nervios y me obligan a cerrar los ojitos varios microsegundos. Al abrirlos, luego, me acuerdo de todas las veces que llené las piscinas de mi cuerpo. Y me invento alguna más.
Voy, poco a poco, depurando estas aguas turquesas. Voy filtrando los minerales nuevos que se han ido inventando. Y me hago una casita en forma de iglú. Me meto dentro y de repente no hay sonido. No hay rumores. No hay, por haber, ni caracolas ni mar. Cierro los ojos y los nácares me ciegan. Aun así. Me ciegan. Pienso, después, en todas las veces que me olvidé de ellas. De las cicatrices. Y me aborda una pena inmensa que no me hace daño.
Hay días que acaricio las cicatrices. Y sin querer y sin quererlas, me quedo dormida bajo su embrujo.