Lo de la segunda ventana fue algo más sobrenatural. Juraría que estaba bien cerrada. Pero no. Fue como un volcán, como un vendaval de montaña o como un aguacero en la selva. Y asustó a cada milímetro de mi cuerpo. Con la tensión propia en el cuerpo me levanté y empecé a centrifugar por toda la casa, bien pegadita a las paredes. Empecé a dudar hasta de los dedos de mis pies y con movimientos torpes de brazos conseguí empujar el miedo hacia abajo. No sé exactamente dónde pero allí abajo. Llegué hasta la segunda ventana y la cerré. Luego llegué a la primera ventana y, sin querer y sin saber por qué, empecé a llorar desconsoladamente en el justo momento en el que la manivela me susurró que el cierre era hermético.
La tercera ventana era invisible. No la vi. No supe el momento en el que decidió abrirse. No quise preguntar. ¿Cómo hacerlo? Si aún temblaba del miedo, si aún me moría de frío por el vendaval y el aguacero. Estaba empapada pero había dejado de llorar. Me acerqué a no sé dónde pero me acerqué. Y sentí de nuevo una brisa, ahora sí, cálida como la primera primavera. Suave como las plumas blancas. Cerré los ojos y pensé que era allí donde querría quedarme para siempre.